Siempre fue pequeña la ciudad de Almagro, un minúsculo punto del mapamundi en el centro de la península ibérica. El hombre más rico del planeta, natural de Augsburgo y precursor del capitalismo, mandó allí a su familia para explotar las tierras, rebaños y minas, una solución que un emperador moroso ofreció al magnate para saldar los prestamos  contraídos en innumerables guerras a las que el del armiño tenía afición.
Siglos antes unos monjes soldados abandonaron su descomunal castillo en busca de un domicilio más cómodo. Terrenos tenían de sobra los de la espada y la cruz para elegir un emplazamiento entre todos los que les regalaron los reyezuelos por defender la cristiandad. Una llanura con aguas ricas en óxido de hierro fue el elegido. Familias de las tres grandes religiones monoteístas fueron poblando el nuevo núcleo. Los dueños de la tierra protegían al pueblo y el pueblo pagaba a los monjes religiosamente, cómo no, por escoltarlos.
En Almagro ya no quedan ni monjes ni ricos llegados de las orillas del Lech. La historia deja huellas de piedra, da tonos variados a las caras de sus gentes y crea leyendas que saltan siglos de boca en boca.
No es nada novedoso fotografiar una población, sus gentes, sus fiestas y su patrimonio herido por el paso de los años. Pero el modo de mostrarlo al resto del mundo puede ser un aliciente para cualquier fotógrafo que piensa en lo universal  partiendo de lo más local. Almagro está en el mundo y el mundo está en Almagro.
Inicio