Iquitos desvaneció cuando el negocio del cuando el negocio del caucho perdió fuerza​​​​​​​. La pequeña población de pescadores que contaba con 200 habitantes en 1850, llegó 25.000 a principios del siglo XX. La prosperidad de esa goma mágica fue un falso bienestar económico y una ilusión fugaz. Solo unos cuantos foráneos amasaron grandes fortunas al sangrar más a los pacíficos loretanos que a los árboles caucheros. Más de un siglo ha pasado de ese desatino que costó miles de muertos. Iquitos vive ahora un cosmopolitismo compuesto por medio millón de almas donde las industrias pesqueras, madereras, petroleras y mineras siguen machacando el territorio en nombre del progreso.

A pesar de los desmanes que entristecieron la ciudad amazónica, su embrujo sigue fascinando a propios y extraños en este lugar donde las cumbias de Explosión o Kaliente impregnan mercados, galleras, puertos y guaguas. Donde la cosmovisión propia sobre la vida te lleva a veces a la lucha por la preservación de la naturaleza y otras al puro goce de los placeres mundanos. Nadie se aburre en esta ciudad calurosa que te hace sudar por todos los poros del cuerpo.
Si las grandes religiones tienen sus destinos, sus caminos, donde los fieles deberían acudir por lo menos una vez en la vida, yo tengo a Iquitos como un destino obligatorio para aprender lo que ni siquiera está en los libros, para experimentar sensaciones sin rezos impuestos por otros. Por cierto, no hay caminos para llegar a Iquitos.
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